“Un día estaba sola yo en mi cuarto.
Con la enfermedad me había puesto tan regalona que no podía estar sola. El
día a que me refiero, la Lucita estaba enferma y la Elisea -una sirviente
que cuidaba a mi abuelito- fue a acompañarla. Entonces me dio envidia y
pena y me puse a llorar. Mis ojos llenos de lágrimas se fijaron en un
cuadro del Sagrado Corazón y sentí una voz muy dulce que me decía: ¡Cómo!
Yo, Juanita, estoy solo en el altar por tu amor, ¿y tú no aguantas un
momento? Desde entonces Jesusito me habla. Y yo pasaba horas enteras conversando
con Él. Así es que me gustaba estar sola. Me fue enseñando cómo debía
sufrir y no quejarme... [y] de la unión íntima con Él. Entonces me dijo que
me quería para Él. Que quería que fuese Carmelita. ¡Ay! Madre, no se puede
imaginar lo que Jesús hacía de mi alma. Yo, en ese tiempo, no vivía en mí.
Era Jesús el que vivía en mí. Me levantaba a las siete, cuando se levantaba
Rebeca para el colegio. Tenía horario para todo el día, pero todo lo hacía
con Jesús y por Jesús.
Nuestro Señor me mostró como fin la
santidad. Esta la alcanzaría haciéndolo todo lo mejor posible. Al poco
tiempo el Padre, mi confesor, me repitió las mismas palabras. Entonces yo
le conté. (Diario, nota 7, del 8 de diciembre siempre enferma. La Virgen y
Jesús me hablan.)”
|